Un año más comienzo el curso y comienzo las clases, todas concentradas en un solo cuatrimestre con esta locura de Bolonia. Voy a clase nerviosa, como en todos mis comienzos. ¿Qué me deparará este curso? ¿Qué grupo tendré este año? ¿Podré trabajar a gusto con ellos? ¿Habrá alguno al que le pueda llegar? Son preguntas que me hago todos los años mientras voy el primer día desde mi despacho al aula. Y recuerdo la pregunta que se hacía Ortega y Gasset, ¿cuál es la misión de la universidad?, y la hago mía: ¿Cuál es “mi” misión en la universidad?
Un año más comienzo el curso y me doy cuenta de lo que estamos haciendo: estamos creando personas enfermas…Sí, enfermos y enfermas… Estudiantes que solo saben “responder” a las preguntas de otros; y responder las respuestas de otros… chicos y chicas que no saben hacerse preguntas por miedo a no encontrar la respuesta “correcta”. Estudiantes que no quieren pensar… Estudiantes inseguros, temerosos de preguntar vaya a ser que lo que pregunte sea una estupidez a los ojos de todos. Estudiantes engullidos en una competitividad absurda donde se pisan unos a otros, donde la colaboración brilla por su ausencia. Estudiantes flojos, perezosos, que buscan la mayor comodidad; estudiantes aburridos, poco o nada creativos…Estudiantes que solo quieren aprobar, donde no hay curiosidad por aprender.
Pero ellos no tienen toda la responsabilidad; ellos tienen su parte; y nosotros, los profesores y profesoras, la nuestra. No son chicos y chicas aburridos; los aburridos somos nosotros, los profesores y profesoras. No es que ellos tengan miedo, es que nosotros somos tremendamente miedosos. No es que ellos sean competitivos, es que nosotros les exigimos esa competitividad; no es que sean flojos y no quieran aprender, es que nosotros no les transmitimos pasión en el aula…
Estudiantes a los que les cortamos las alas de la creatividad; a los que solo les pedimos que “repitan” lo que otros ya dijeron. No es que ellos sean poco creativos, es que nosotros no se lo permitimos… porque no nos permitimos ser creativos a nosotros mismos.
Estudiantes a los que no les permitimos conectar con su intuición hasta hacerles creer que no la tienen. Chicos y chicas, con las hormonas aún revolucionadas por la adolescencia, a los que les pedimos una madurez que nosotros no tenemos; a los que le pedimos que dejen sus emociones fuera del aula, como si nosotros pudiéramos dejarlas.
Pero nosotros, los profesores y profesoras, tampoco tenemos toda la responsabilidad, tenemos nuestra parte, pero no toda. Nosotros también fuimos un día estudiantes universitarios donde nos exigieron una competitividad feroz y nos la creímos; donde aprendimos a repetir y a no pensar; donde nos cortaron nuestra intuición y nuestra creatividad; donde nos pidieron que dejáramos nuestras emociones fuera del aula y nos impidieron dejarnos sentir. Nosotros también fuimos estudiantes y enfermamos. La Academia está enferma, es un Laberinto que si no sabes transitarlo, llegar y salir, enfermas. Lo veo cada año al comenzar el curso, lo veo cada día, a cada paso, lo veo en mí…
Sin embargo, no todo es oscuridad en este laberinto, también hay luz; la que nosotros podemos poner con nuestra conciencia. Poniendo atención en nuestra propia enfermedad, en nuestra propia oscuridad, podremos transitar el laberinto. Y así, acompañar a los estudiantes y mostrarles que podemos ser competitivos cuando la situación lo requiera sin olvidar que somos seres cooperativos por naturaleza; que podemos aburrirnos si queremos pero recordarnos que somos tremendamente creativos; podemos responder preguntas sin olvidar que nosotros también tenemos derecho a hacernos nuestras propias preguntas sin necesidad de tener las respuestas; podemos darnos permiso para pensar por nosotros mismos sin olvidar que, además de seres racionales, somos seres intuitivos y emocionales, abriéndole la puerta a la intuición y a la emoción.
Y trato de responderme la pregunta que hacía mía: ¿Cuál es “mi” misión en la universidad? y me doy cuenta que se trata de acompañar a los estudiantes por este laberinto de la Academia para que puedan transitarlo sin enfermar o, al menos, poniendo luz en esta oscuridad. Y tomo consciencia de que esto solo puedo hacerlo desde mí, acompañándome en mi propia enfermedad y poniendo luz en mi propia oscuridad.