Es habitual encontrarme con mujeres, sobre todo si están haciendo la tesis doctoral, que no se reconocen en las mujeres que son: válidas, valientes, inteligentes, vulnerables, exigentes, amorosas, amadas, amantes, niñas, viejas, sabias…
Mujeres con un alto grado de autoexigencia por el que no se creen suficientes; que se disfrazan de impostora durante demasiado tiempo, tanto que olvidan su esencia.
Cuando esas mujeres pueden salir de la oxidada armadura con la que creían protegerse, y reconocen a la mujer en la que se han convertido, un llanto profundo emerge de sus entrañas. Se reconocen en su esencia. Esa que siempre estuvo ahí, bajo la armadura.
Las acompaño con un respetuoso silencio mientras lloran lo que han acallado durante años; las acompaño emocionada porque yo también me reconozco en ellas, en mi impostura, y en la mujer en la que me he convertido.
Agradecida por acompañar preciosos procesos de los que soy testigo en primera persona.
Mis sueños me traen mensajes, los tuyos me inspiran.
Los sueños te hablan a diferentes niveles y, en función de tu profundidad de consciencia en cada momento, podrás desvelar unos mensajes u otros.
Puedes soñar que un hombre, al que no conoces, te susurra al oído; te acompaña, quiere conocerte, te dejas acompañar por él.
En un nivel superficial de consciencia, puedes entenderlo como un deseo: conocer a un hombre que te susurre al oído. Y eso está bien; y es un bonito mensaje si es lo que realmente deseas.
Si te acabas de separar, puede estar mostrándote lo que echas de menos. Y también está bien.
Pero si profundizas un poco, podrás ver que ese hombre no es más que tu parte masculina, tu ánimus en terminología jungiana, esa que viene a decirte bajito: “Estoy aquí para ti, mírame, quiero que me reconozcas”.
Cuando eso pasa, cuando te permites navegar profundo y reconocer partes de ti olvidadas, algo cambia, algo se recoloca.
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Generalmente, es complicado para las mujeres conectar y reconocer nuestra parte masculina. Pero la tenemos. Cuando nos volvemos a mirarla, a reconocerla, a reconocernos en nuestra dualidad, en toda nuestra grandeza, esa parte tan olvidada nos trae justo la energía que en ese momento necesitamos.
Tras terminar el libro de la “YakuMama, La Voz Recobrada”, he comenzado la “Segunda Parte”; he comenzado a mirar mi energía masculina, no solo su sombra, que ya la vi, sino su luz, que también la tiene.
Aún no sé muy bien cómo hacerlo pero sueños como este, tus sueños, me inspiran para reconocerme en la eterna dualidad.
A raíz de la entrada que hice ayer sobre la menopausia, sí, esa en la que mi ginecólogo me decía que me quedaba un telediario, seguí sentipensando…
Curiosamente, sois bastantes los hombres que habéis reaccionado; a muchos os conozco y sois de la «quinta». Mi imaginación se desbordó y me vi hablando con vosotros.
¿Y vosotros? ¿Cómo vivís nuestra menopausia?
Y me dije, mecagoentó Esther, esa no es la pregunta.
Es verdad, empiezo de nuevo.
¿Y vosotros? ¿Cómo vivís “vuestra” menopausia? ¿porque la tenéis, verdad? Tiene hasta nombre, andropausia.
Mi cabeza entró en ebullición y las preguntas se pegaban codazos por salir: ¿Teneis sofocos? ¿Algún tipo de «sequedad»? ¿Dormís bien o también os despertáis a media noche? ¿Os cambia el humor sin saber por qué? ¿Habláis entre vosotros? ¿Os contáis cómo os sentís, cuáles son vuestros fantasmas, vuestros miedos más profundos, vuestras frustraciones?
Todas esas preguntas, así, sin respirar, me vinieron de repente. Y muchas más…
Y llegó la pregunta del millón: ¿lo habláis con las mujeres, con vuestra pareja, amiga, amante…?
Entonces me di cuenta que si complicado es para nosotras, también ha de serlo para vosotros. Porque si poco se habla de la menopausia, menos aún de la andropausia.
Creo que va tocando que nos miremos, que nos hablemos, que nos contemos, yo a ti y tú a mí. Sin máscaras. Con todos nuestros miedos, y nuestras almas desnudas hablando sus respectivos lenguajes que anhelan ser escuchados.
Recobremos nuestra voz para expresarnos, para compartirnos, escucharnos, para descubrirnos, aprendernos…
Y entonces nos reiremos de todas estas «jodiendas» que trae esta etapa de la vida para sentir en lo más hondo que esto de la menopausia y la andropausia, cuando se vive de forma consciente y compartida, es un regalo de la Vida.
Me acordé entonces de mi ginecólogo, ¿no sería él quien sentía que le quedaba un telediario? Me embargó una tierna compasión cuando pude intuir la otra cara de la luna.
«Te queda un telediario», me dijo mi ginecólogo mirando los análisis de hormonas que me había realizado, haciendo alusión a que había entrado en el periodo de la pre-menopausia.
Aquella broma machista y de mal gusto me generó un enfado monumental, despertando algo dormido en mí. No me sorprendió que mi regla se estuviera retirando sino la falta de sensibilidad que mostraba aquel hombre, al que siempre había estado agradecida. En aquel instante sentí con una rotunda claridad que quería que fuera una mujer la que me acompañara en aquella etapa» (YakuMama. La Voz Recobrada, 2021, 140).
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Esto es un pequeño pasaje del libro de la YakuMama. Mi regla comenzó a retirarse con 50 años y hoy, cinco años después, aún tengo muchos de los síntomas que comenzaron entonces.
He de reconocer que tras una etapa fértil con fuertes dolores provocado por la endometriosis, la idea de la menopausia me atraía. Nadie me había contado nada. Yo tampoco pregunté. Pensé que sería la liberación; por fin sin regla y sin dolores. No tenía ni idea.
Fueron apareciendo los síntomas. Primeros los sudores y los sofocos que identifiqué rápidamente como parte del proceso. Pero luego hicieron su aparición otros más sutiles de los que no había oído hablar: cambios de humor, cansancio e insomnio. Y otros más que, en mi desconocimiento achaqué a la endometriosis: sequedad vaginal, dolor al mantener relaciones sexuales y descenso del apetito sexual.
Hasta que no he sabido que todos estos síntomas no los tenía solo yo; hasta que no me he rodeado de mujeres menopausicas y he podido hablar de lo que sentíamos, física y emocionalmente; hasta que no recobré mi voz sentí mucha vergüenza.
Hemos de recobrar nuestras voces para hablar de lo que nos pasa; no solo entre nosotras, también con los hombres. No es un problema. Es una etapa más de la vida.
No, no me queda un telediario, querido. Me queda una vida plena para seguir experimentando, disfrutando y viviendo mi cuerpo como mujer menopausica.
(A raíz de un artículo que se ha publicado hoy en El País, que te animo a leer).
Ahora que me duele ver cómo la Tierra se quema; cómo los pájaros vuelan y sus nidos se carbonizan; cómo los árboles quedan relegados a tristes esqueletos ennegrecidos.
Ahora que vuelvo oler el Fuego, avivado por el Viento. Ese Viento que ulula encogiéndome el corazón. Ahora que revivo el fuego, los fuegos, esos que fueron y me hicieron sentir por primera vez el dolor de la Tierra, los que me hicieron escuchar por primera vez su quejío; diferente, y similar al mismo tiempo, al producido por la Tierra al temblar.
Porque todo tiembla bajo su poder.
Ahora que el fuego de nuevo me envuelve, ahora, me hago más consciente de la dificultad para dejarlo crecer en mi interior; porque duele…
No solo es destrucción, me recuerdo.
También transformación. Es alegría. Es risa, carcajada profunda que sale de las entrañas. Es claridad, dirección, Luz. Es brillo, poder, es empuje, es el cambio.
Ahora que presiento el fuego a mi alrededor, en los pastos, en los árboles, en el aire; en tu piel, en mi piel…
Ahora que todo el mundo habla del Fuego, quiero dejar de hablarlo para comenzar a sentirlo, no solo fuera, también dentro.
Porque ahora me doy cuenta que el Fuego… en Masculino y con mayúsculas.
Es curiosa la Vida. En diciembre 2017 escribí «El Agua… en Femenino y con Mayúsculas». Se abría en mí, sin yo saberlo entonces, el tiempo del Femenino.
Ahora que se cerró ese ciclo, tomo consciencia de que es mi tiempo del Fuego, el Gran Masculino, para integrar lo que tiene que ser integrado.
Después de leer la entrevista a Bardem en la que le preguntaban qué es la masculinidad, me he quedado sentipensando… y en esas cosas locas que se le ocurren a mi vieja, me he visto charlando con él…
«A ver, Javier, corazón, que conste que me ha encantado lo que has dicho sobre la masculinidad…»
«Pero…» me corta él, sabiendo que hay algo más…
Lo miro… se me corta el hipo…
«Sí, hay un pero…»
Se queda sonriendo, mirándome, escuchándome…
Y sigo…
«Lo femenino no es solo dejar ver vuestra emoción, vuestra vulnerabilidad, que por supuesto…»
Lo miro, esperando que me corte, pero no lo hace…
Sigue mirándome, sonriendo, escuchándome…
«Lo femenino es saber esperar, fluir con la Vida, ir al compás de la Tierra, a su ritmo. A su Amor.
Es escuchar nuestra intuición que nos habla bajito al oido, esa por la que sabemos que sabemos pero no sabemos cómo lo sabemos…
Es dejarnos guiar por los sueños, esos que nos hablan tan certeramente y tan poca atención les prestamos.
Es saber que a veces no hacen falta palabras, una mirada, una imagen, un gesto, es suficiente.
Es sabernos parte de algo más grande, parte de la Madre Tierra.
Es dejar que el Espíritu del Agua nos recuerde lo que somos…»
Se lo dije de corrido, casi sin respirar. Pensando que me cortaría para darme su opinión, para hacerme ver que todo esto es «irracional», poco sensato, un poco histérico… incluso algo esotérico…
Pero nada de eso ocurrió.
Miré a Javier que seguía mirándome, sonriendo y escuchándome… aunque yo ya no hablaba.
Las palabras sobraran. Una sola imagen, un solo gesto: un brindis.
Un brindis por todos los hombres que ya iniciaron este camino y, como él, se atreven a mostrar su lado femenino.
Y el Sagrado Femenino se hizo presente en perfecta comunión con el Sagrado Masculino.
Y así, mi vieja loca, sabia y poderosa, se quedó tranquila, en la confianza de que ahora sí, una Nueva Tierra es posible.
«Desarrollé con 13 años y desde muy pronto comencé a tener dolores muy fuertes durante la menstruación. Pero «eso es lo normal», me decían, «la regla duele». No le di mayor importancia a aquellos calambres que me hacían retorcerme cada mes, que me descomponían por dentro, y que intentaba sobrellevar a base de calmantes incluso de lingotazos de ginebra que, según la madre de una amiga, eran mano de santo.
Un día tuve un sangrado tan brutal que me asusté. Mi cuerpo desprendía un olor insoportable y aunque me lavaba compulsivamente, no había manera de quitarlo. No fui a trabajar y me tuve que quedar en cama. No sabía qué me pasaba. Al ir al baño me crucé con mi padre. Me imagino que vio en su hija a una anciana que andaba apoyándose en las paredes del pasillo, despelucada, encorvada y agarrándose la barriga a dos manos como si algo fuera a salir de sus entrañas. Seguramente se asustó y me dijo:
Tienes que ir al médico, Esther. Esto no es normal…
Esto es normal, papá, la regla duele -le dije enfadada, ¿qué sabría él de lo que es ser mujer?, pensé.
Sin embargo, eran tan fuertes los dolores que pensé que mi padre podía tener algo de razón y no me quedó más remedio que ir al ginecólogo. Fui con mi madre y, tras hacerme una ecografía y una punción, el diagnóstico fue rápido:
Chocolate -dijo el joven y guapo médico que me estaba atendiendo.
¿Chocolate? -pregunté sin entender.
Sí, es la forma coloquial de llamar a la endometriosis porque al extraer el líquido del quiste tiene color chocolate.
¿Endo qué? -volví a preguntar sin entender aquella palabreja que se convertiría en algo familiar a partir de entonces.
Endometriosis, grado máximo, los dos ovarios afectados con focos endometriósicos también en el útero. Puede generar infertilidad -pronunció como si yo no estuviera presente y no se tratara de mi cuerpo.
Sin embargo, muy al contrario de lo que cualquiera pudiera pensar, para mí fue una suerte de liberación ponerle nombre a aquellos dolores; no estaba loca, no exageraba, no era una histérica, ni me lo inventaba para llamar la atención… ni tantas cosas como había oido a lo largo de todos aquellos años. Era una enfermedad y tenía nombre. Soñaba con que también tuviera cura. Aquello de que podía generar infertilidad, en aquellos momentos, me pasó absolutamente desapercibido.
Aquel año de 1992 fue malo, muy malo. Me intervinieron quirúrgicamente en tres ocasiones y me provocaron una menopausia forzada para frenar mis ovarios como forma de limitar el crecimiento de los quistes endometriósicos. Pero todo fue en balde. Solo una cuarta operación, en la que me extirparon la casi totalidad del ovario izquierdo y «limpiaron» el resto de órganos, fue la que finalmente calmó la evolución de la enfermedad. Para que no volvieran a reproducirse los quistes, me medicaron con pastillas anticonceptivas durante casi toda mi etapa fértil. No había cura para la endometriosis. En el mejor de los casos, con la medicación conseguiríamos «dormirla». En aquellos momentos, con tal de no sentir aquel dolor que me partía en dos, habría aceptado cualquier cosa.
Durante años utilicé las pastillas anticonceptivas a mi antojo; regulaba mi cuerpo y mi ciclo menstrual como mejor me parecía para que no me «molestara». Aquellas pastillas, en efecto, durmieron mi endometriosis. Seguí teniendo dolores, no tan fuertes; y sangrados, aunque no tan abundantes. Parecía que el tratamiento surtía el efecto esperado y yo feliz».
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Esto es un extracto de lo que cuento en el Libro de «YakuMama. La Voz Recobrada».
Hoy quiero rescatarlo porque agradezco infinito a IRENE MONTERO la propuesta de baja por menstruación dolorosa, por darle voz al dolor de tantas mujeres que durante años lo hemos silenciado a riesgo de ser tachadas de exageradas e histéricas.
Sin embargo, hoy, con 55 años, menopaúsica, quiero alzar mi voz bien fuerte para gritar a los cuatro vientos que LA REGLA NO DUELE.
No, compañeras, la regla NO tiene por qué doler. Igual que no duele el estómago cuando comemos, ni los pulmones cuando respiramos. Son procesos naturales de nuestro cuerpo. Si duele, suele ser que algo no anda bien.
Cuando digo «algo», me refiero a un dolor del alma, porque el dolor físico no es más que el SÍNTOMA que manifiesta un dolor silenciado.
Esta ha sido, al menos, mi experiencia. Cuando aquel guapo doctor le puso nombre a los dolores que me partían en dos, descansé. Pero cuando después de muchos años de trabajo personal he podido darle sentido a los desesperados gritos de mi cuerpo, es cuando he entendido para qué tanto dolor. El dolor de ser mujer.
Desde aquí hago un llamamiento a las autoridades competentes para que, además de paliar los efectos y dar la cobertura social tan necesaria, se INVESTIGUEN LAS CAUSAS FÍSICAS, EMOCIONALES, y me atrevería a decir ANCESTRALES, de un dolor que no debería doler.
Desde aquí hago un llamamiento a las MADRES, PADRES, ABUEL@S, TÍ@S, HERMAN@S, AMIG@S, para que cuando vean a una niña/mujer quejarse de un dolor menstrual hagan lo posible por ayudarla a sanar, en lo físico y en lo emocional.
Porque no todo se arregla con pastillas, porque no todo se arregla con una baja laboral, por muy bienvenida que sea.
Hay veces que lees algo y se te remueven las entrañas. Eso me ha pasado a mí esta mañana mientras desayunaba.
Me llegó por whatsapp una cita del libro de Laura Llevador, Mi herida existía antes que yo.
Decía así: «El feminismo académico sufre una masculinización endémica. Serás admitido si aceptas convertirte en otro».
Me removió porque me reconocí en esa frase; porque me convertí en «otro», porque deseaba ser profesora de universidad, porque quería ser aceptada en el Olimpo de los Doctores. Lo que entonces no sabía es que mi deseo tenía un precio: silenciar mi voz.
Me convertí en una mujer de éxito, si por éxito se entiende lo que nos exige el sistema capitalista patriarcal en el que me movía. Una mujer que iba cumpliendo con todas las exigentes y enfermizas reglas de la «Excelencia académica»; una mujer que dejó de escuchar un dolor profundo por seguir acumulando éxitos profesionales. Una mujer que dejó de escuchar a la Tierra y al Agua, a pesar de ser éstas su «objeto de estudio»; una mujer que se prohibió su intuición porque en «su» mundo estaba mal visto; una mujer que dejó de percibir el mundo transparente para que no la llamaran «rara».
Me convertí en una mujer dura, fría, distante, estirada, «siesa» como me escupiría un estudiante a la cara. Esa «siesa» escondía un miedo atroz a dejarse ver, a mostrar su verdadera esencia.
Me convertí en una mujer que, de tanto silenciar su voz, se quebró.
Esto es una parte de mi pequeña historia que cuento en el libro de «YakuMama. La Voz Recobrada».
Hoy sé que es la historia de muchas de nosotras, demasiadas. Estemos donde estemos, sea cual sea nuestro entorno laboral, familiar, social.
Párate un segundo, escúchate, ¿dónde se silenció tu voz? ¿En qué te convertiste?
Porque después de recobrar mi voz es mi anhelo acompañar a otras mujeres a que recobren la suya, estoy trabajando en ofrecerte los Encuentros de la Red de Mujeres por la Voz Recobrada.
Pararemos para escucharnos, para recordar quiénes somos, más allá del personaje en el que nos hemos convertido.
Pararemos para darle voz a nuestra voz. Porque cuando hayamos recordado, una Nueva Tierra será posible.